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Dátiles
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Antojese de un plato de los pueblos de la antigua Roma

 

La literatura contemporánea sobre la Antigua Roma invita a hacer una profunda reflexión sobre cómo las ideas  y el término acuñado de mentalités llevaron a que se cambiaran, configuraran y establecieran nuevas relaciones entre los ciudadanos y no ciudadanos y las formas de producción de alimentos en la civilización naciente de los Etruscos (Purcell, 2003).  Las ideas que circulaban en ese entonces son transferidas hasta nuestros días por los obras particularmente valiosas de escritores de la agricultura como Cato, Varro, Collumella, y el reconocido enciclopedista Pliny, el Anciano que dan cuenta de los procesos de procesamiento de comida y la tecnología utilizada para llevar a cabo dichos procesos desde el siglo II A.C  hasta el III D.C. Igualmente , Paladius , también siendo un escritor del mismo dominio nos permiten entender el funcionamiento de las antigua técnicas de cultivo del Imperio tardío del siglo V.

 

Asimismo, para los siglos anteriormente nombrados, hubo una proliferación de recetarios que compilaban las recetas más populares y conocidas por la comunidad. De Re Coqvinaria  de Marco Gavius Apicius fue una recopilación reproducida en la época contemporánea, producto del hallazgos de unos códices medievales en el siglo IX.  Esta publicación ha llegado hasta nuestros días y contiene recetas que nos manifiestan un intento de estandarización y homogenización de la cultura culinaria de la Antigua Roma. A pesar de que las intenciones de estandarización pudieron verse reconfiguradas por aquellos que tuvieron contacto, o intervinieron en la escritura y realización de dichos textos, el propio ejercicio de escritura y transferencia de conocimiento culinario es una prueba fidedigna del auto-reconocimiento que Apicius tenía sobre su rol y la trascendencia cultural de su momento histórico. Este compendio de recetas nos muestra igualmente la existencia de un cierto “Diálogo de la comida” entre aquel que hacía la receta y quién la escribía o transfería. Deseamos manejar el término de diálogo pues es una negociación que no siempre manifiesta una relación de dominancia o resistencia de unos sobre otros, sino que brinda un espacio de libertad y reinterpretación del que-hacer y ser culinario.

 

 El compendio de recetas nos muestra el acto de cocinar en definitiva como una actividad social por excelencia en la cultura romana antigua, pues el interés de plasmar por escrito ciertos parámetros y recetas se equipara también con una consolidación de por ejemplo, el ejercicio de las leyes bajo la carta constitucional. Por último, pero no menos importante, los recetarios son una fuente histórica e historiográfica que permiten la memoria y la transferencia de conocimiento para la reproducción futura y rememoración de platos y gustos de una cierta cultura a otra. Vale la pena preguntarse si el oficio de escritura de recetas y sus intenciones de conglomeración le permiten o no al “cocinero(a)” practicar su oficio de manera espontánea, remitiéndose a saberes que vienen de una transferencia más dinámica y fluida. Lo anterior nos arroja otra pregunta que aún tiene cabida en el ejercicio actual de cualquier disciplina y recae en la competencia o paralelismo que hay entre la tradición oral y la tradición escrita como vías de trasferencia y prolongación en el tiempo del conocimiento.  

 

La producción literaria de dichos autores nos lleva a comprender la producción, las formas de preparación, y el consumo de alimentos unidos a preguntas éticas y económicas sobre la comunidad romana que de los tiempos de la conquista del vasto territorio italiano. La existencia de esta literatura nos habla también sobre el vínculo de la autoconciencia romana que se fue desarrollando a lo largo de la existencia de esa civilización pues en estos escritos hay una narrativa histórica de la “Romanidad”, ya que se enfatizaban cuestiones sobre las particularidades de la dieta, las conexiones entre los productos de envergadura “nacional”, la comunicación propiciada por esos productos a lo largo y ancho del territorio romano y las valores intrínsecos del consumo de ciertos alimentos (Purcell, 2003).

 

Para comenzar, los textos romanos y la literatura histórica nos hablan de una continuidad parcial de la dieta Helénica a la romana, dada la cercanía e imbricación territorial que hubo de una civilización a otra. Las olivas por ejemplo, no se producían más arriba que los márgenes de los que hoy es España y el Norte de Italia. África del Norte, o el Magreb también era la constituyó la huerta del Imperio Romano por muchos siglos. Sobretodo liego del siglo I D.C. En Estos territorios les fueron demandados grandes cantidades de trigo. La centralidad y popularidad del consumo de cereales en la dieta romana era tal que los productos no cereales (granos, vinos y otros productos del mediterráneo) eran considerados como un tasa de estratificación social (Purcell, 2003).

 

Además, los pastos romanos buscaban diversificar los cultivos aprovechando los micro-ambientes locales que habían de una región a otra. No obstante,  esta diversificación de cereales la complejidad y grado de procesamiento de los mismos cereales también constituía un índice de ubicación en la escala social. Esta búsqueda por la variedad de cereales también estuvo vinculada con la separación social que se deseaba hacer con previas civilizaciones (Purcell, 2003). Lo anterior se entiende porque los romanos dependían del emmer, que es un tipo de trigo rojo y duro domesticado por los babilonios un par de siglos antes para distinguirse de las sociedades helénicas que consumían cebada y trigo fino. Esta dependencia y explotación del emmer según Purcel, 2003 se justificaba porque las primeras comunidades que habitaron el Latium se alimentaron de dicho grano. Por ello el consumo el emmer en particular se convirtió en la insignia romana por mucho tiempo.

 

En lo anterior vemos los intentos por consolidar una romanidad distanciada del otro y semejante entre los ciudadanos romanos. El emmer ya para el siglo II A.C  se comenzó a utilizar en ritos religiosos en los que se le oraba a Demeter y Dionisio que eran figuras destacadas en los cultos de la Campania, Sicilia y Etruria. La romanidad entonces también fue expresada en la comprensión de los recursos naturales y alimenticios de los consumidores del Latium. Su identidad se forjaba en distinción de otras sociedades haciendo uso de las distinciones alimenticias y preferencias culinarias. Además, la territorialidad política a veces coincidía con la extensión o ubicación de los cultivos de trigo y cebada. Así los cereales y productos se usaban también para delinear la muy fragmentada cultura italiana de Roma (Purcell, 2003) pg 335. Otros productos también lograron hacerse cohesionadores de las civilizaciones romanas según lo cuenta Varro. Por ejemplo Julio Cesar para el 150 A.C. logró que el vino  se convirtiera en el producto predilecto de los simposios pues incentivó su comercialización y diversificación de nuevos tipos de sepas a lo largo del mediterráneo. Lo anterior llevó a que se incentivara la estratificación de riquezas y los preciosos de los vinos subieran, haciendo los banquetes y festines políticos eventos más costosos.  

 

Cabe resaltar que la distinción con el “otro”, que no era romano, podía ser bastante ambigua y difusa, siendo que el imperio aumentaba sus fronteras y territorialidad constantemente. El “otro” que también entraba a formar parte del imperio podía mantener su libertad de culto, creencias y cultura; poco a poco el imperio se apropiaba de distintos gustos y prácticas culturales que originalmente pertenecían a otras sociedades. El intercambio cultural implicaba la diversidad de alimentos que llegaban de distintas partes del imperio, chivos de Ambracia, peces de Pessinus, ostras de Tarento, dátiles de Egipto (Lewandoski, 1964, 85). Más aún, la “globalización” se observaba en un solo plato de comida que podía contener sabores de distintos lugares; no era extraño observar en los recetarios salsas de diferentes mezclas. En el libro de cocina de Apicius se encuentra una receta de guisantes de la India que se describe de la siguiente forma: “Cocer los guisantes. Cuando han espumado picar puerro y cilantro y poner a hervir en una cacerola. Coger una sepias pequeñas y cocerlas con su bolsa de tinta. Añade aceite, garum, vino y un ramito de puerros y de culantro y cocer…” (Apicius, 83). Ingredientes de diferentes procedencias se encuentran entremezclados en esta receta: guisantes, puerros, sepias, vino, etc.

 

En la cocción, las mezclas y alimentos (animales) rellenos podían significar una ventaja; la economía y la optimización de los utensilios, la leña, el calor, alimentos, agua, etc. Todos los alimentos se cocinaban en un solo plato. Sin embargo, la dualidad persistente del imperio entre la miseria y la abundancia se refleja en el uso de diferentes prácticas culinarias, no solo la anteriormente mencionada que deja entrever la necesidad de optimizar al máximo los recursos (posiblemente por la ausencia de estos), sino las costumbres contrarias; las de preservación y conserva. Estas implicaban aplazar el consumo de los alimentos, por lo cual necesariamente debía existir un excedente de las manutenciones que permitía el aplazamiento del consumo inmediato. Generalmente las conservas se hacían en vinagre, o como es el caso de la famosa pasta garum (hecha de pescado), se secaban al sol; esto generaba en los alimentos un sabor intenso, y en la mayoría de los casos acido (Paoli, 1964, 124).

 

Los sabores fuertes de la comida estaban asociadas a la ideología misma del imperio; la exacerbación de los placeres, pero a su vez la intensidad de las sensaciones se correspondían con los estímulos de la guerra, y los espectáculos de crueldad que también producían sensaciones fuertes e intensas. En esta medida, los platos no estaban contemplados para “armonizar sabores” o alimentos, como lo es hoy en día, sino para intensificar el sabor; buenos cocineros se consideraban aquellos que engañaban a sus comensales anteponiendo distintos manjares (especialmente de carnes) (Paoli, 1964, 133). Por otra parte, las prácticas de consumo de alimentos en la antigua Roma permiten observar las distintas concepciones de la moral, lo prohibido, y lo tabú que giran en torno a los alimentos; teniendo en cuenta que estas siempre se constituyen como construcciones culturales.

 

Por un lado, la carne fresca era considerada mejor para comer ya que se creía que a un largo plazo el cadáver representaba putrefacción. Igualmente, era común y favorable comer la carne cocida, ya que al estar cruda implicaba una asimilación con el cadáver, con la muerte (Paoli, 1964, 120). A diferencia de los tiempos contemporáneos, los romanos tenían pocas restricciones respecto a que partes o que animales comer (Paoli, 1964, 122). En el recetario de Apicius aparecen distintas partes del cuerpo, como el cuello, la lengua, la vulva, las tetillas, y diversas clases de animales como jabalí, ciervo, palomas, tórtolas, cordero, buey, ternera, cochinillo, liebre, entre otras.

 

Pese a esta ausencia de correctivos morales, en su mayoría, existían algunos filósofos, doctos o ascéticos que condenaban estas conductas; Séneca recriminaba a Apicius por su libro, y lo consideraba una negativa influencia para la juventud. Un mayor análisis de los conceptos de gula y pecado, así como de las condiciones de posibilidad para acceder a buenos alimentos del común romano, permitirían determinar con exactitud qué se comía y en qué cantidades. Por su parte, la ideología romana parece sustentar la hipótesis de las pocas restricciones prácticas y morales, al menos en las clases más pudientes de la sociedad; el concepto de animal, y aun de animal doméstico (pues muchas aves y animales se domesticaban para su consumo) no se consideraba sagrada, ni se “humanizaba”, como suele suceder hoy en día con ciertos animales domesticados (perros, gatos, etc.). Los límites entre lo animal y lo humano, que suele variar de cultura en cultura, en el caso de los romanos parecía estar bastante delimitado y enmarcado lo que permitía el consumo de las distintas carnes, sin restricciones morales al menos de esta índole.

 

La exacerbación de placeres sensoriales tampoco era objeto de condena moral (al menos en términos prácticos y cotidianos) en la sociedad romana antigua. Aunque en ciertas circunstancias y ocasiones (ej. en la época republicana) se buscó imponer leyes para limitar el lujo, y la riqueza de los banquetes y las comidas de clases dirigentes, estas nunca se dieron en los usos, y cedieron después del periodo de Augusto (Paoli, 1964, 134). El placer en los banquetes y comidas no solo se daba a partir del gusto por los sabores y los manjares; el lugar y los muebles estaban dispuestos para propiciar la mayor comodidad posible y facilitar los procesos digestivos: “Los comensales comían echados de través con el codo del brazo izquierdo apoyado en un cojín y los pies vueltos hacia la derecha” (Paoli, 1964, 129). Asimismo, los banquetes ofrecían una amplia variedad de entretenimientos, bailes, música, juegos de azar, lecturas, entre otros (Paoli, 1964, 136); eran encuentros para celebrar a Baco.

 

Los banquetes reflejan además las estratificaciones y estructuras de poder. En este se daban etiquetas imperantes, que en muchas ocasiones eran objeto de burlas y sátiras (Horacio ironiza sobre los lugares de los comensales en el banquete), pero que establecían jerarquías y lugares. Había lugares específicos para los invitados honorables, para el anfitrión y para los huéspedes menos deseables. No todos los invitados eran tratados de igual forma, ni tenían la misma categoría. Más aun, los banquetes simbolizaban el poder del emperador y funcionaban en muchos casos como dadivas a clientes a cambio de favores o servicios (Paoli, 1964, 135). En esta medida, cuestiones y ámbitos relacionados al quehacer culinario y a la comida, manifestaban discursos de poder. El cocinero adquiría un status según los conocimientos culinarios que tuviese, en especial si era bueno preparando el garum (Paoli, 1964, 124), mientras los esclavos que acompañaban los banquetes también estaban jerarquizados. Estaban aquellos que servían el vino, que organizaban el banquete y los invitados, que cortaban y servían los manjares, los que debían recoger los restos y sobras de los invitados, y finalmente los esclavos personales que se encargaban de la comodidad de sus amos comensales cuando eran invitados (Paoli, 1964, 132).

 

El banquete, era a su vez, un espacio específico de socialización, donde nuevamente el concepto de romanidad desempeñaba un papel fundamental. El banquete no eran los platos individualizados que conocemos hoy en día, si no que cada comensal se podía servir de los grandes platos y manjares que se disponían en las mesas para todos. Aunque la falta de discreción podía generar conflictos, este sistema de comida podía ser muy beneficioso para generar interacción entre los comensales. De igual forma, estaba muy acorde a la supremacía de la colectividad sobre el individuo, promulgada por la ideología del imperio romano, donde todos debían sentirse “hermanos romanos” a pesar de sus diferencias; la comida no era para un gusto o plato individual, sino que era compartida para todos en la mesa (Paoli, 1964, 128).

 

La importancia de la comida en la cultura romana de la antigüedad permite la construcción de espacios y tiempos de la vida cotidiana entorno a esta. De esta forma, los individuos establecían tiempos específicos de la comida, las distribuciones y cantidades que debían darse en cada uno de los tiempos, y espacios o lugares específicos para la alimentación. Así por ejemplo, la merienda que se daba a mitad del día debía ser ligera, mientras la cena, que era la comida más importante para los romanos, iniciaba hacía las tres de la tarde para durar hasta el anochecer (Paoli, 1964, 124). La cena se dividía en entremeses, comida principal y postres. A su vez, los hogares tenían diferentes lugares para las comidas: el atrium, el cenaculum y el triclinio (que servían para la cena), y en las ciudades bares para el consumo de vinos (Paoli, 1964, 125).

 

También existía un gran desarrollo de vida material entorno a la comida y el comer. Estos a su vez, eran indicativos de clase social y poder; las vajillas de oro, plata u otros elementos exóticos traídos de diferentes partes del imperio demostraban el poder del anfitrión. Por su parte, la gente del común utilizaba vasijas de barro cocido. La utilería de vajillas o platos no eran los únicos objetos que se creaban en torno al arte del comer; se conoce el uso de servilletas y manteles un siglo después de Cristo (Lewandowski, 1964, 158). La ambición de los hombres por muebles finos, especialmente mesas y comedores, eran bien conocida en la antigua Roma (Paoli, 1964, 127). La creación de materiales y objetivos específicamente destinados al uso y costumbre del comer deja entrever otro factor fundamental en su desarrollo; la tecnificación.

 

La tecnificación implicaba el desarrollo de nuevas tecnologías de conservación y producción de los alimentos; así como del desarrollo de técnicas de cocinas, y como ya se mencionó de objetos para el uso específico de la comida y el comer. El garum, que era una pasta hecha a bases de pescados, implicaba el uso de una técnica especial y especifica de secado (Paoli, 1964, 124); su composición por otra parte y su uso constante en las diferentes recetas, permite observar la ausencia de otras tecnologías. Al ser una pasta no requiere del uso de cuchillos o utensilios específicos de cocina para ser cortados; en su efecto, se conoce que los romanos comían por lo general con los dedos o con una cuchara (Paoli, 1964, 129). La creación del cuchillo como utensilio de cocina se dará solo hasta finales de la edad media. Sería interesante observar con mayor detenimiento la creación de texturas pastosas o jugosas, junto con los estudios antropológicos y arqueológicos de las dentaduras de los antiguos romanos, para observar las tecnologías de cuidados bucales o la evolución de las mismas.

 

El uso de tecnología y medios de producción específicos determinaron en gran medida la variedad de alimentos del imperio romano, así como sus costos y consumo. Además de tener en cuenta los aspectos culturales de los gustos y sabores, es importante tener en cuenta los aspectos económicos de su producción. De esta forma, se puede observar que el uso de condimentos para realzar no solo se daba por la intensidad de sabores que podía ofrecer, sino porque el uso de otros alimentos resaltantes de sabor, como la sal, eran sumamente costosos debidos a las complicaciones de su transporte y “exportación”. En esta medida, y como se ha dicho a lo largo de este escrito, la comida representaba símbolo de poder y clase. Los alimentos consumidos no pueden ser entendidos por fuera de sus sistemas de producción.

 

Ahora bien, la producción y el desarrollo en los cultivos no pueden ser entendidos distantes de las tecnologías que permitieron y posibilitaron estas innovaciones en la agricultura y en la conservación de los alimentos. Los romanos son bien conocidos por sus avances en la infraestructura de la ciudad y el hogar. Comencemos entonces por preguntarnos cómo enfrentaban los romanos las complejidades del clima y el terreno para cultivar, cosechar y almacenar sus productos por el tiempo necesario antes de ser consumidos.  Los sistemas de almacenamiento de trigo se daban por dos vías. La primera era una simple transición entre el lugar de cosecha y el mercado o la fábrica de procesamiento que produciría harina de trigo y otros productos derivados. Esto se le denominaba el consumo directo. La segunda era el almacenamiento de los excedentes de producción, para ocasiones futuras o la alimentación frente a una catástrofe.  Este almacenamiento debía ser frío, oscuro y confinado para evitar 1) la germinación del grano por el calor, el contacto con el oxígeno y el agua; dicha germinación resultaría en la formación de hongos y moho y 2) la presencia de ratas y alimaña que consumirían el grano o lo infectarían con al contacto (Curtis, 2001).  

 

El escritor de la agricultura, Varro,  relata que existían cuevas en Tracia y Cappadocia y fosas en Osca y la región de Hispania que permitían que el dióxido de carbono que seguía emanando del grano, redujera los niveles de oxígeno y agua y evitara así peste y hongos, ya que secaba la atmósfera y posibilitaba la duración del grano por un tiempo más prolongado.También existían vasijas puestas en lo alto de los graneros bajo la estrategia de que el frio secara el grano y enfriara el suelo en el que estaban puestas las vasijas.  Estos graneros eran hechos de madera tanto en Latium como en Russi ciudad cercana a Ravena.Pero no se puede entender las tecnologías de almacenamiento sin comprender los incentivos propios de dicha actividad. El tipo de granero utilizado para albergar el grano estaba directamente relacionado con las personas que se encargaban del cultivo del producto. Si dichas personas eran campesinos o militares, los fines y los medios productivos al igual que las tecnologías podían variar un poco. Los graneros militares tenían dos categorías especiales el timber y las construcciones de piedra. Las primeras estaban hechas de madera. Sus materiales hicieron que este tipo de construcciones no perdurara en el tiempo y haría más dificultosa la evidencia de las mismas. Se cree que eran edificaciones rectangulares y largas sostenidas por bases postes de madera.No obstante estos graneros de mandera fueron reemplazados por los de piedra en el período Trajánico. Estos graneros eran edificaciones completas , singulares que alcanzaban los 20 pies de ancho. Los primeros graneros de este tipo tenían el piso de madera.

 

 

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